viernes, 19 de junio de 2009

Entre el mar y la arena

Las puertas Entreabiertas.

- Seguiré con mi vida. Esta puerta se cierra y tú te quedas fuera.

Una mentira inconsciente. Porque hay mentiras que uno mismo se cree. Y ella lo creía. Tenía los ojos empapados y el alma a cachos. Pero lo creía. Creía que había cerrado la puerta, que había cortado los hilos invisibles que la unían a él.

Las cosas empezaron como un juego. Como la mayoría de cosas en la vida que realmente son importantes. Se enredó en sus ojos, en sus labios, en su cuerpo y pensó que siempre podría marcharse, que la puerta estaba abierta para que saliese. Que nunca dolería.

Pero aquella puerta abierta se fue cerrando poco a poco y ambos quedaron atrapados dentro. Empezó a sentir que necesitaba verlo, que lo deseaba intensamente, que quería notar aquel calor que desprendía, que necesitaba sentir el sabor de su boca.

Y de una intensa y poderosa atracción que no podía evitar, que tampoco quería evitar, porque cuanto más trataba de alejarse más fuerte se hacía lo que sentía, cayó rendida ante la evidencia de que la magia le había explotado en el estómago y salpicado toda entera de ilusión, el comienzo, las bases de un castillo que fuese de piedra y no de arena.

Y de aquella atracción fue naciendo algo más profundo, más sólido, más tranquilo. Un lugar cálido y acogedor donde se guarecían del frío, de la nieve, de las tormentas…Ella se fue acomodando en su pecho un poco cada día. Y en él brotó por primera vez la esperanza de tener una vida mejor.
Eran uno para el otro y ella lo sabía. Lo sabía por lo confortable que eran aquellos ojos, todo era perfecto dentro de la imperfección.


La felicidad era un baile, y ella la Reina.

Hasta el día en el que se derrumbó el castillo y se quedó en ruinas. Cual Cenicienta quedó en harapos. Ya no era la Reina, ahora bailaba en su propio infierno interior. Las lágrimas vertidas, las noches de retorcerse de dolor. Perder la esperanza, verla morir, mirarse en el espejo y sentirse otra.

Darlo todo no basta. Se decía. Porque de ser así aquel castillo nunca se hubiese derrumbado. Algo falló. Un clack. Dos. Tres. No los vio

Amarró su corazón como buenamente pudo. Se tragó el dolor, sonrió, y se dijo a si misma, que el mar era amplio, grande, fuerte… y que podría salir a navegar. En aquel barco, teñido de una poca ilusión.

Y se lo dijo aquel día, cerveza en mano, que había cerrado la puerta con él fuera.
Salió a navegar. Sintió la brisa en la cara, el aire en los pulmones, se diluyó el dolor en aquellas lágrimas, y miró lo infinito del mar. Se prometió a si misma ser feliz. Se prometió que no volvería a tierra, y que empezaría a volar. A soñar. Se miró al espejo y entonces se reconoció.


Pero hay hilos que no sabes cortar. Hay tijeras que se esconden. Que no existen, que no puedes ver aunque estén delante de ti. La marea la devolvía una y otra vez a la misma orilla, tan atrapada como antes entre aquella maraña de hilos invisibles que la ataban a él inexplicablemente.

No supo, no pudo. Y se quedó a medias entre el mar y la arena.